lunes, 23 de abril de 2007

Una venganza que renace

Son las tres de la madrugada y las nubes bailan con la luna una extraña danza. Misteriosamente cada doce segundos, el astro penetra con su luz por la claraboya de la habitación, tal como si fuera un faro. El silencio atenuante domina el entorno de la casa hasta que es interrumpido por un extraño ruido de cerradura.

Trac Trac...y el anillo que funciona de llave termina de dar la primera vuelta mientras los cuestionamientos que se hace Gonzalo se mueven a velocidades abismales dentro de su mente.

Trac Trac…y una gota fría de sudor desciende lentamente por la espalda causándole escalofríos. No se está por ganar un viaje de egresados ni tiene encima la presión de los compañeros de secundaria para elegir la llave correcta, pero los enigmas que rodean a ese pequeño cofre que calló del ataúd de su abuelo le generan una angustia asfixiante en el pecho que supera cualquier crisis nerviosa que haya tenido.

Trac…silencio… y el cofre ya está abierto. La luna se vuelve a apagar, pero un relámpago alumbra el interior del domitorio. El olor a humedad y tierra mojada que se filtra por la ventana es el mejor pronóstico para la tormenta que se avecina. Con un poco de temor por lo que encontrará dentro de ese arcón, Gonzalo cierra el tragaluz y prende las psicodélicas luces de su cuarto hasta dejar un tenue amarillo sobre las paredes color crema.

Sublime sobre el escritorio se encuentra el cofre abierto. Gonzalo se acerca sereno y le regala una mirada desconfiada, pero luego de vacilar unos segundos desliza el velo negro que protege el contenido secreto. No hay monedas de oro, américos (dinero de la época) ni joyas. Pero no todo es material y entiende que lo que encuentra allí dentro forma parte del tesoro personal de su abuelo.

Entre viejas cartas de amores perdidos y hojas con delirantes planes le llama la atención una vieja remera que en el escudo dice Jamaica, esa pequeña isla de Centroamérica que su profesor de geografía le explicó que desapareció cuando los hielos polares se derritieron por el calentamiento global y el nivel del mar subió varios metros. El número 3, que tantas veces había visto en su vida, estaba estampado en la remera junto a varias firmas. Varias medallas con una rana en el medio denotaban un buen pasado en ese torneo que se jugaba en el Norte del Conurbano y del que escuchó hablar en muchas ocasiones.

Pero una nueva cajita con el dibujo del tatuaje otra vez es la que gana toda su atención. Al abrirla cuidadosamente encuentra sólo dos objetos: un añoso trozo de papel con trazos negros que parece ser un pedazo de un mapa del tesoro y una llave, nuevamente con forma de trébol.

Desorientado, Gonzalo busca algun dato más, algo que le pueda servir. Además de esos objetos que pocas preguntas le responden, encuentra un viejo mail firmado por su abuelo a una mujer con la dirección que le pertenecía a su antecesor: patitoagp@... Otra puerta se volvió a abrir, pero en forma virtual.

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Luego de varios intentos fallidos desde su ordenador portátil, Gonzalo decide recurrir a Eric Merlani, un conocido ñoño informático del barrio que ayudó a un apostador online amigo suyo. La casa de Eric parece sacada de un cuento de ciencia ficción: consolas de juegos por doquier, computadoras hasta en el baño, una mujer robot que cumple el rol de esposa y cámaras para tener todo controlado. En la habitación central de la casa se encuentra el Webeópata (adicto a la web), que acepta el trabajo de recuperar la casilla desaparecida a cambio de un W40, producto que Gonzalo compró en una subasta porque no se fabrica más y él necesita para que su mujer funcione bien. Después de dos arduas jornadas de prueba y error, Eric le entrega una carpeta con sólo 3 mails recuperados: uno era del abogado de su abuelo que lo ayudó a resolver los problemas legales que tenía con Clarín, otro de un viejo amor y el último de un tal Juan Cruz Harguinteguy, enviado a un grupo de gente entre los que reconoció los nombres de varios de esos viejos amigos que se encontraban con el abuelo cuando él era chico. Su madre recordaba los nombres de pila, pero gracias a ese correo pornográfico que habían hallado tenía en su poder los nombres completos.

Luego de una minuciosa lectura en la que encontró datos del Tío Fer y Leo, descubrió un nombre muy conocido en el ambiente artístico, sobre todo para los adolescentes: Vitale, dueño de Clooney Producciones. Gonzalo ya sabe cuál será la próxima estación del camino que está recorriendo.

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En el lúgubre sótano las frases de muerte y sufrimiento escritas con sangre brindan una terrorífica imagen, que empeora aún más cuando una vieja computadora lanza un chillido infernal desde el sucio rincón. El sombrío personaje que pasa sus días delante de esa pantalla esboza una sonrisa triunfal con los ojos plagados de odio: sabía que tarde o temprano la trampa que había puesto en el mail de Ariel iba a dar resultado.

Los datos que le imprime el ordenador lo llevan a un tal Gonzalo. Y en uno de los mails que encuentra en esa bandeja de entrada semidesierta vuelve a leer esos nombres que le hicieron crecer tanto odio. Aunque logró que se separen, o al menos dejen de juntarse en público, no pudo hallar el secreto que ese grupo guarda tan bien. Espera que ese tal Gonzalo tenga la respuesta, o al menos, que sea un camino para encontrarlos y seguir con su trabajo. Hace diez años empezó con su venganza y ahora la quiere terminar.