lunes, 4 de junio de 2007

La identidad del asesino y una nueva muerte

- Todo empezó unos meses antes de las vacaciones, con una apuesta casi infantil. “A que no podés lograr que se vaya voluntariamente”, fueron las palabras del reto que aún hoy, más de medio siglo después, me siguen taladrando la mente. En aquella época de la adolescencia postsecundaria todavía sufría y disfrutaba al mismo tiempo de una rara adicción a los desafíos. Y para no ser menos que mi interlocutor, redoblé esa apuesta, que estaba dispuesto a ganar sea lo que sea. Nunca pensé que una joda iba a terminar con este final, un final de tintes góticos, un final que si se piensa con detenimiento, se aprecia inesperado y especialmente macabro.

La pacífica ciudad de Miramar fue el punto de partida para esta guerra sin cuartel ni salida. En ese verano de 2004, mientras el sol alumbraba las playas, el interior de este personaje se iba oscureciendo cada vez más, engendrando un odio infinito hacia todo el grupo.

Y sus días estuvieron signados desde el principio. Cuando el tren arribó a Miramar, el destino escribió que sus vacaciones comenzarían con el pie izquierdo. Un fanático simpatizante de San Lorenzo, amigo del tío Fer, lo estaba esperando y al bajar lo recibió con un cartel de bienvenida que ya denotaba lo que sería la semana venidera: el apodo que tanto odiaba se podía leer en letras azules y rojas, el mismo rojo de esa sangre que luego derramaría.

Luego llegó la hora de la convivencia. La casa que tanto prometía cuando había sido alquilada telefónicamente desde Capital era un fraude total. El duplex se vendía como amplio y cómodo para 15 personas, pero en realidad se asemejaba más a una pocilga que a una casa de veraneo. Y como si fuera poco, a escasos metros de la parrilla compartida entre ambos “departamentos” se levantaba la casa de los “gordos heavies”, anfitriones del lugar.

Cuando elegimos quién dormía en cada lugar yo decidí hacer mi tarea más difícil eligiendo no vivir con él. Pero no significaba nada, ya que antes de que pueda ver el mar empezaron las bromas. Eran chistes infantiloides, pero que repetidos constantemente terminaban molestando. Con jodas, chicaneos y algún que otro golpe jocoso fui preparando el terreno para cuando llegara el momento justo. Y en la cuarta noche se dio la primera oportunidad.

En un pequeño boliche llamado Chiwawa, el susodicho estaba bailando con una chica y, con la ayuda de los demás del grupo armamos un complot para hacerlo quedar mal, como un pelotudo. Mientras él hablaba para poder robarle un beso, la mayoría de nosotros hicimos una ronda alrededor suyo y empezamos a cantarle que su “pretendiente” tenía ojo de vidrio. Al cabo de unos minutos, la muchacha se retiró ofendida y él quiso golpearme por primera vez. Esa mirada furiosa, con los ojos llenos de ira, aún me persigue. Pero en aquel momento, en vez de asustarme, esa actitud violenta que demostraba un rencor escondido me incentivó a seguir con mi desafío.

Una noche después, mientras estábamos haciendo la cola para entrar en un bar, logré que más de 50 personas cantaran bajo la lluvia ese alias que detestaba. Y apenas unas horas más tarde llegó la joda con la que conseguí mi cometido.

Simulando un malestar, él se había ido más temprano a dormir a la casa. Y cuando nosotros llegamos se presentó la chance más clara para volverlo loco. Una banqueta se convirtió en mi aliada principal, adaptándose a mis manos como si fuera una extensión de mis extremidades y golpeando el piso de su dormitorio vehementemente. Primero fueron golpes suaves, sin respuesta. Luego comenzaron los choques más fuertes, que le sacaron algún grito. Y cuando el estrépito era tan estruendoso que despertó a la familia de los obesos, el odio que ahora puedo ver estalló. Con el gesto desencajado bajó la escalera a los saltos y preguntó qué estaba pasando. Cuando le contesté que el ruido lo hacía una polilla gigante recibí otra vez la mirada que me persigue en mis pesadillas. Ese mismo día sacó el pasaje de vuelta y la mañana siguiente se fue. Nunca más lo volvimos a ver ni supimos nada de él hasta quince años más tarde.

Cuando nos recibimos todos, con los chicos del grupo decidimos invertir juntos en un proyecto y compramos el Club Chacabuco, al que llamamos “El Trébol”. Leandro, Rodrigo y Lucas se encargaron de la administración, Nicolás y Patricio dirigían los equipos, Facundo buscaba los nuevos talentos, tu abuelo ayudaba con la difusión del emprendimiento, Vita y Juan Cruz ocuparon los cargos de presidente y vice, Pablo y Leo tomaron la rienda de los asuntos legales, Fer conseguía todo lo que necesitábamos para el restaurante y yo era el médico y el chef. En dos años, triplicamos el número de socios, quintuplicamos los ingresos, marcamos precedente en los clubes barriales vendiendo varios jugadores a equipos de primera, conseguimos varios torneos infantiles y salimos en diarios y revistas. Y justamente fue la disfusión lo que nos terminó hundiendo.

Un día después de una gran nota en televisión fue cuando volvió a aparecer este personaje. Llamó al club a la noche y dejó un mensaje con una voz que todavía me causa escalofríos. “Fueron largas las horas de espera, pero hoy empieza mi venganza. Ustedes arruinaron mi vida, yo arruinaré la suya”. Nos tomamos la llamada como una broma pesada, pero en nuestro interior nos preocupó. Nunca nos imaginamos que esa noche una bomba haría volar al club y con él a todos nuestros emprendimientos futuros.

Con el correr del tiempo, esa amenaza teléfonica se multiplicó en cantidad y tomó un nuevo formato. Durante tres décadas, todos los lunes llegaba a cada una de nuestras casas una nueva advertencia. Primero vaticinaban una venganza, luego nos intimidaba a que no nos juntemos más y, cuando empezamos a investigar qué era de la vida de ese personaje que había compartido las vacaciones con nosotros, aparecieron escritos que decían que si lo seguíamos buscando ibamos a morir. Y siempre eran las mismas cartas, escritas con letras de diario y firmadas con el dibujo de una polilla gigante.

Al principio nos preocupamos, pero después dejamos de tomarlo en serio y responsabilizamos a un escape de gas de la explosión del club y a un enfermo fanático de las cartas. Nuestros sentimientos no nos permitían ver la realidad, estabamos cegados por el cariño mutuo que nos teníamos y no nos queríamos dejar de ver. Recién cuando tu abuelo apareció muerto con la firma de él como prólogo yo sentí, por dentro, la pulsión de la maldad. Un cosquilleo vil me recorrió por las piernas, la columna y la cabeza al mismo tiempo, como una santísima trinidad diabólica. A la distancia creo que la maldad ya me había invadido en esas vacaciones, pero cuando cerramos el cajón de tu abuelo supe que esa maldad ya tenia otro dueño. Y si nos seguíamos reuniendo, ese dueño nos iba a encontrar…Ya sabés la historia, pero ahora no me pidas el nombre del asesino de tu abuelo. Podés poner en peligro tu vida y la de todos nosotros…

Cuando Mariano termina de hablar, las horas ya no pasan de prisa entre el humo y la risa. Mientras el sol fatigado se dedica a manchar los múltiples tonos del cerro 7 colores, el tenso ambiente que sigue a la charla domina el anaranjado atardecer. Durante varios minutos, el anciano se mantiene con la mirada baja, meditando sobre lo que le dijo a Gonzalo. Ya no hay vuelta atrás: el deberá volver a Capital después de diez años de exilio. La Comunidad se tendrá que reunir otra vez.

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En el oscuro sótano un pútrido olor contamina cada gota de aire. Se respira venganza, se respira sangre, se respira muerte. Una pequeña luz ilumina tenuemente el ambiente, dejando ver dos manos totalmente ensangrentadas. Con precaución, el anciano se acerca a la jaula de su mascota y sumerge sus manos entre los barrotes de metal. El insecto gigante, que adquirió tal tamaño luego de ser intervenido genéticamente, succiona las gotas del flujo humano hasta dejarlas lustradas.

En el interior del cuarto el silencio se erige como único rey, pero desde afuera empiezan a escucharse pequeñas gotas que juguetean con la vereda. Un relámpago se filtra por la única ventana de la habitación e ilumina una sonrisa maligna. Mientras el ojo de vidrio del anciano se mantiene fijo en la nada, un segundo trueno alumbra nuevamente el cuarto, mostrando las paredes escritas con sangre. Entre renegridos y olvidados objetos torturados por el tiempo inmisericorde se lee siempre la misma palabra: “Totonoto”.

Los años en el instituto psiquiátrico y la sed de represalias lo convirtieron en un psicópata y recién ahora vuelve a disfrutar de la venganza que empezó diez años atrás. La búsqueda trunca de Gonzalo y el fallo de la paloma mensajera le dieron una nueva razón para seguir con su guerra personal. Y esta noche, la revancha se cobró la segunda víctima de la Comunidad.