lunes, 14 de mayo de 2007

Un contador nómade y otro cofre misterioso

En la oscura noche las gotas de lluvia golpean tímidamente el vidrio de la ventana, como si estuvieran pidiendo permiso para entrar en la casa. Gonzalo las ve, pero no las escucha. Con la mirada perdida en las partículas de agua, empaña el cristal rítmicamente, desdibujando el tenue reflejo de una luna escondida. El pasado volvió y él no lo esperaba.

Tras la muerte de su abuelo, los primeros tiempos fueron muy difíciles. Los días grises pasaban ante sus ojos sin pena ni gloria, la vida seguía como siguen las cosas que no tienen sentido. Pero aquel ánimo, aquel optimismo que el nono le había tatuado en cada conversación salió a flote y lo puso de pie para poder disfrutar de la vida. Ahora, diez años después, el duelo está superado y esa figura masculina que dominó su infancia se convirtió en el mejor de los recuerdos. Es por eso que no concibe que esa remota silueta haya vuelto a aparecer disfrazada de objetos tan cercanos físicamente y tan lejanos temporalmente.

Un trozo de tela que su imaginación catalogó como aspirante de mapa, una deslucida camiseta de Jamaica con el número tres que lleva los olores de tantos partidos ganados y perdidos, firmas que manifiestan amistad, viejas cartas de amor con las letras corridas por alguna gota salada que desnudan el alma siempre joven de su abuelo y esa imagen que vio como figurita repetida tantas veces y no se pude sacar de la cabeza. Ese tatuaje que ahora tiene un significado, pero que no resuelve el enigma de la comunidad.

Mientras sigue intentando descifrar la adivinanza del anciano verdulero Rodrigo, cada cosa revuela su mente sin dejarlo concentrar.

Si un ciego viviera allí, sería el mayor de los colmos. Encuentra la respuesta y encontrarás su casa”. Gonzalo trata de encontrar la respuesta en todos lados. Mientras camina por la calle, mientras espera el ascensor, mientras viaja en colectivo y mientras cena. Pero siempre que se acerca, la solución retrocede un paso. Sólo en su habitación, y peleado con su cerebro por haberle jugado una mala pasada, decide buscar ayuda en la computadora. Las páginas de enigmas se multiplican en el monitor plano, pero el dato que necesita siempre responde con un quiebre de cintura, dejándolo con las manos vacías. Los acertijos no son su fuerte y decide tomar el papel de periodista investigador, que le sale mucho mejor. Navega por bases de datos, aplicaciones informáticas internacionales, plataformas de ayuda y demás. Agotado, opta por buscar en Páginas Amarillas las direcciones de los demás integrantes de esa comunidad secreta para ir a visitarlos.

“Persevera y triunfarás”, había escuchado de su abuelo varias veces. Y luego de clickear el primer nombre, esa misma frase le ilumina la mirada: la respuesta al enigma de los ciegos está delante de sus ojos. Leandro Bisso, un viejo amigo del abuelo, vive en Juan B. Justo al 900 en el 9ºB. Con una sonrisa en la cara, Gonzalo se va a dormir hasta el día siguiente.

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Una tétrica melodía domina el ambiente del oscuro gabinete. En la cara del siniestro anciano sigue dibujada una odiosa sonrisa, que se transforma cuando su gran mascota entra en la habitación.

- Venganza, lo único que quiero es venganza. Van a revivir en carne propia esos momentos que me hicieron pasar y vos, que sos casi tan protagonista como yo, me vas a ayudar –le susurra el sombrío personaje a su mascota.

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Una aparatosa lámpara, con telas de araña en cada recoveco, cuelga del techo en mitad de la sala. El suelo de cerámica pulida casi no se puede ver por las bolsas de residuos y las mudas de ropa tiradas en el piso. Aunque se mantiene cubierta por una cortina amarilla, la ventana principal del cuarto está rota y los cristales esparcidos por el suelo en los alrededores. Una mirada detallada de las paredes revela huecos donde la suciedad es más ligera, como si se hubieran retirado cuadros de la pared. Varias sillas se alinean contra las paredes marcando un camino en medio de tanta basura, mientras que en la punta de la mesa de madera Leandro hace cálculos para su trabajo escuchando a Joaquín Sabina, un espléndido cantautor español de principios de siglo. Ser dueño de un exitoso estudio contable no es tarea fácil y Leandro pasa sus días yendo de la oficina a la casa de su mujer con la que tiene hijos y nietos, pero aún dice que no es su novia. Al igual que en toda su vida, se sigue cansando rápidamente de todas las cosas y el departamento ya lo aburrió, por lo que se está por mudar otra vez. Como de costumbre, no llegó a ordenar todas sus cosas. En cada mudanza que hizo perdió muchísimos objetos, y seguramente esta vez no va a ser la excepción.

Cuando suena el timbre, el anciano lanza un insulto, va hasta el portero automático y aprieta el botón, sin preguntar quién es. Y como nunca le gustó hacer mucho ejercicio, deja la puerta abierta para no tener que pararse otra vez.

Al entrar Gonzalo, Leandro lo mira con el cejo fruncido. El joven, que queda sorprendido por el tamaño de la nariz del anciano, lo observa estupefacto, hasta que puede reconocer entre una tullida barba desprolija y un enmarañado pelo una cara casi humana.

- ¿Vos quién sos pibe?

- ¿No me reconocés?

- No la verdad que no, sino te lo diría. ¿Quién sos?

- Otra vez con problemas de memoria, no me va a servir de nada –dice Gonzalo en un susurro y luego contesta en voz alta.- Soy el nieto de Ariel, Gonzalo.

- Ariel, Ariel…Ese nombre me suena…

- Si, tu amigo.

- Ah…panza…Si como no me voy a acordar, buen flaco. ¿Cómo anda?

- Ehh…se murió hace diez años.

- Uhh…es verdad…Ya me acuerdo. Hasta fui al funeral, a poner el cofre en el baúl…

- Cómo? Justo de eso te iba a hablar… ¿Fueron ustedes los que pusieron ahí el cofre?

Desde su adolescencia Leandro siempre tuvo serios problemas de memoria y ahora le vuelven a jugar una mala pasada. Apenas termina la pregunta Gonzalo, el anciano nota su error y trata de corregirse, pero empieza a tartamudear porque se pone nervioso y no puede acabar ni la frase. Gonzalo le pide que se tranquilice y luego de servirse un Fernet, Leandro empieza a hablar nuevamente, con la mirada perdida en la ventana rota.

- Ya hubo demasiado quilombo con eso…Yo me abro. Pese a nuestros consejos, tu abuelo hizo las cosas mal un montón de veces. Y cuando empezó a investigar de nuevo le dijimos que se estaba equivocando. Te repito lo mismo, no investigues nada.

- Pero qué pasó?

- Nada, unos años después de tatuarnos hicimos un montón de proyectos juntos y nos fue muy bien. Pero ni me preguntes cuáles eran porque mi arterosclerosis no me permite recordarlos.

- Dale, tratá por favor.

- Ehh…n…n…n….no, t…t…te juro que no me acuerdo –tartamudea Leandro, que se pone nervioso de nuevo y le pide a Gonzalo que se vaya que tiene que preparar las cosas para mudarse.

Luego de una queja de compromiso, Gonzalo lo saluda, le agradece y se va de la casa con alegría. En medio de tanto desorden pudo visualizar un pequeño cofre similar al que cayó del cajón de su abuelo. Al menos ya sabe que ellos lo pusieron ahí y que hay uno más. El ovillo está mostrando otra punta.

Apenas el joven cierra la puerta, Leandro se para y va hasta la ventana rota. En una pequeña jaula colgada en la pared exterior hay una cotorra, que no puede vivir dentro de la casa porque está infectada. Con los celulares Leandro todavía no se lleva bien y decide utilizar a su pájaro amaestrado para volver a comunicarse con sus amigos. Con cautela, toma al ave y le pone un papel que dice “Nos tenemos que volver a juntar”. Luego, la suelta y grita con fuerza: “Volad, mi pequeña”. El reencuentro de la Comunidad parece acercarse.