lunes, 18 de junio de 2007

El sacerdote del grupo y la tercera víctima

Los ojos de Gonzalo se posan con tristeza sobre los cerros multicolores del Norte Argentino mientras que los claros valles que parecen ratoneras entre las elevaciones desaparecen a medida que el avión gana altura. El viento golpea con fuerza las ventanas para despertar su dormida imaginación, pero los turbados pensamientos suenan cada vez más fuerte atormentándolo, culpándolo por esa nueva muerte en el círculo que era de su abuelo. Al igual que los demás integrantes de la Comunidad él sabe que la figura del asesino de Ariel se cierne nuevamente sobre el grupo.

Durante el vuelo las horas pasan deprisa, pero ya no entre el humo y la risa sino inmersas en un abismal manto de tristeza. Cuando el avión aterriza frente al contaminado Río de la Plata, la pesadumbre desembarca con Gonzalo y lo acompaña hasta su casa. Su madre lo recibe con sorpresa porque en teoría el viaje duraría varias semanas más, pero el rostro de Gonzalo le indica que no tiene que preguntar sobre ese apresurado regreso y decide cambiar de tema y contarle del “supuesto” suicidio de Nicolás.

El prefiere no hablar, omitir la información que maneja y encerrarse en su habitación.

El dolor es dolor sólo para quién lo siente y la empatía por el que sufre puede ayudar, pero no basta. Gonzalo lo entiende porque esa condena que siente sobre su cabeza lo atesta de desolación. Un haz de esperanza se filtra entre las penumbras en forma de valentía, con cuerpo de revancha. Frente a la muerte hay cierto sentido de dignidad y él ya tiene dos caídas por cobrarse.

Con los dejos de ese coraje, deja los ropajes de cama y emprende el viaje en busca de alguna respuesta. Por la ciudad camina sin saber adónde, buscando un encuentro que le ilumine el día; Pero no halla más que puertas que niegan lo que esconden. En la remodelada y tecnológica empresa / fábrica/ panadería de la calle Malvinas los empleados dicen desconocer el paradero tanto del tío Fer como de Leo; la verdulería donde trabaja Rodrigo está con la persiana baja; en la calle Juan B. Justo Leandro no responde el timbre; en Clooney Producciones la gorda Lola también intenta encontrar a su padre sin obtener certeza alguna; y en el cabaret Jenny’s las profesionales del sexo lo echan sin darle información de Pablo.

Si la culpa lo estaba consumiendo por dentro después de la muerte de Rocco, el hecho de que todos los integrantes de la Comunidad hayan desaparecido no le da tregua a su hostigado cerebro. En ese desolado paisaje de antenas y cables, la calle huele a podrido, carne de cañón y soledad. Y mientras camina por Alberdi inmerso en una culpa que lo carcome, decide ir a hablar con su amigo a la Iglesia, ese que siempre lo espera clavado en la cruz. Amistad heredada de su abuelo, que decía que todas las noches podía hablar con Él como si fuera un compañero de ruta.

El diálogo no le basta y busca limpiar sus manchas en ese pequeño rincón de Santa Julia donde el sacerdote libra de culpas a los pecadores.

- Padre, todo empezó cuando fui con mi mamá a cremar el cuerpo de mi abuelo y encontré en su ataúd un extraño cofre. Adentro había una llave, una remera de fútbol y otras cosas que eran de él y empezé a averiguar porque aparecía mencionada una comunidad secreta y me pareció muy raro. Al poco tiempo fui desenredando una fuerte historia de amistad y toqué las puertas de varios amigos de él, que me las fueron cerrando sin dar información para protegerme. En lugar de acallarme, seguí hurgando y en el Norte encontré a otro amigo que me contó que a mi abuelo lo había matado un enemigo que tenían y me pidió por favor que deje de investigar, pero ya era muy tarde. Un día después, murió otro de los del grupo y yo sé que fue por mi culpa. Hoy seguí buscando y…

Antes de terminar de hablar, la puerta del confesionario se abre con violencia y el sacerdote de la voz tranquilizadora lo toma vehementemente de los brazos y lo lleva a su oficina personal. Gonzalo está totalmente confundido y el temor se apodera de él. Durante esos 30 segundos el cura no menciona palabra alguna, pero cuando las miradas se cruzan desde cada extremo del escritorio los cuatro ojos vidriosos, abatidos los dos se reconocen mutuamente.

El sacerdote se quita la capucha que cubría su cabeza y una cabellera lisa que eludió al paso del tiempo manteniendo su color cae hasta la altura de los hombros. Detrás de la bondad aparente de los ojos de un cura se esconde una picardía inusitada, que se enaltece aún más sobre esa nariz desviada digna de un boxeador. Ese pibe que a los 20 años era el más mujeriego y apegado a la joda se había convertido en el religioso que en cuidaba a los pobres de Caballito de las bestialidades del régimen imperialista de Máximo I.

Pese a que sus amigos aseguraban que se había anotado en la misión para poder conseguir aún más mujeres de las que tenía, él siempre dijo que era para ayudar. Y el tiempo lo confirmó. Nadie sabe si fueron los efectos del alcohol o el exceso de humo verde, pero la noche en que se recibió de ingeniero decidió hacerse cura. Según lo que le había contado el abuelo un domingo de pascuas que lo fueron a visitar a la Iglesia, Juan Cruz dijo que esa noche la virgen se le había aparecido para felicitarlo después de tanto esfuerzo y él le juró que dejaría la mala vida y se pondría a su servicio.

- Entonces es verdad lo que decían los chicos. Ayer me encargué de despedir a Nicolás en el funeral y no lo quería ni podía creer, pero esta casualidad es una señal que me puso Dios para demostrar que es cierto. Volvió a aparecer y, si no lo paramos, va a matarnos a todos uno a uno. Leandro dijo que mandó un mensaje para que nos volvamos a juntar después que lo visitaste, pero no le llegó a nadie. Y aunque esa cotorra estaba infectada hace más de 50 años seguía viva porque tenía un don especial y siempre dejaba los recados en destino. Seguramente él la encontró antes que nosotros y al ver que nos ibamos a juntar de nuevo empezó la cacería que prometió.

- Quién es él? ¿Por qué no me lo dicen?

- Yo no te lo puedo decir, no quiero ponerte en peligro. Pero para lo que sí estoy capacitado es para librarte de culpas, vos no sos responsable de la muerte de nadie Gonzalo. Ahora, andá en paz que nosotros nos vamos a encargar.

Antes de terminar de bajar las escalinatas de la Iglesia Gonzalo ya piensa la manera de ayudar a esos ancianos locos amigos de su abuelo que, por lo bajo, están dando inicio a una guerra personal por sus vidas. Al mismo tiempo, y mientras reza en un susurro, Juan Cruz prepara sus cosas personales para el reencuentro. Al igual que los templarios en la época de las Cruzadas, el sacerdote se hará guerrero para defender lo que más quiere.

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En la fría oficina de Puerto Madero el orden domina la escena. El frío del cadáver colgado de la corbata de delicado hilo escocés no contrasta con los tonos y materiales glaciales de la habitación. La imagen parece sacada de un cuadro surrealista, pero la magia se pierde cuando el sombrío personaje se mueve para prender su cigarrillo y disfrutar de su nueva obra. Una sonrisa diabólica se le escapa de entre los finos labios y hasta por el ojo de vidrio sin vida se filtra un centelleo de odio. Ante su gélida mirada se encuentra su tercera víctima.